Thursday, July 13, 2006

EL CUERPO COMO TROFEO

El Cuerpo como Trofeo


Una cabeza con una pica por cuerpo, otra ladeada, los ojos abiertos, con un echarpe rojo que se continúa en la lanza que la sostiene, Plaza de Mayo, una mañana tranquila, el barro pisoteado por quince alumnos y un maestro de levita que alecciona, el mosquerío zumbante y una agritud en el aire que quedará en el recuerdo más que las palabras justicia, castigo, orden y obediencia.
Otra cabeza, de otro signo, que supo tener un cuerpo de uniforme de fronteras, se bebe la pampa en un galope estridente, ensartada en una tacuara que blasfema contra el huinca, alaridos de rebelión y victoria.

Dos imágenes y un mismo símbolo, la exhibición de los degollados en la Plaza de la República, o en las tolderías alzadas tras el Salado, representan la misma voluntad de ejercicio del poder en su forma más primaria y directa, es decir, como imposición absoluta sobre la voluntad del otro. Los modos de legitimación se resumen en la demostración de su propio ejercicio. Una de esas formas es la exhibición de los cuerpos reducidos, dominados, e inertes de los vencidos.

Todos los caminos que conducían a Roma tuvieron sus veras jalonadas con crucificados, que a modo de mojones dieron cuenta del poder imperial por casi mil años. Desde entonces la cruz se instaló como logotipo fundante de lo occidental y cristiano.
No menos ejemplares fueron las bandejas de plata en que se ofrecieron a los reyes los despojos de sus súbditos complotados, las sogas que fueron sujetas a árboles, vigas o palos mayores; las estacas, potros, y demás artilugios públicos de tortura y muerte.
En todas las sociedades, desde los albores de la historia, pasando por sus horas y hasta este mediodía contemporáneo, la exhibición del cuerpo de quienes habrían intentado oponerse a la hegemonía del poder es una de las formas de afirmarlo y evidenciarlo. La variedad de matices, usos, formas ceremoniales, rituales, correspondientes a los diferentes modelos culturales y épocas, son sólo formas particulares de aplicación de la regla general contenida en la exhibición del cuerpo que ya no puede oponerse.
Siendo una práctica histórica y universal, que de una forma u otra se ha dado en todas las sociedades en donde se expone públicamente el cuerpo del oponente sometido - abatido, el hecho de la exhibición significa que a ese oponente se le da determinada calidad, más allá de los “detalles” con que se lo exhiba, o se le haya dado muerte.

Un cuerpo, o sólo una parte de él, convertido en símbolo del desenlace de la oposición, es la patética e inerte prueba de la temporalidad del dominio y la existencia.
Evidencia corroborada por la lucidez de los pocos o muchos ojos que la comprueban, en silencio reverente o pérfido placer. Esos ojos que miran a los que ya no pueden ver, constatan el reinado de la fuerza y la fuerza de la oposición.
De ese modo lo efímero se patentiza. Hoy seremos vencidos, hoy te vanaglorias de tu gloria, mañana serás polvo, como el polvo que nos precipitas, húmedo de lágrimas y babas.
Porque el cuerpo exhibido se carga con los dones del mañana y se ofrece redentor en su miseria. Aquel que acepta el reto, reniega de los tiempos y se presenta eterno e invencible, desafía en su osadía a hombres y dioses, y al cimentar su reino sobre la vida y muerte, se afirma en lo absoluto.
Así el hecho de la exhibición es lo que le devuelve la autoridad a su poder, que en ese momento pudo ser cuestionado, y además alecciona al resto de la sociedad sobre lo improcedente de la rebelión. Esta exhibición es el procedimiento que legitima su poder y ese poder legitima al procedimiento.
El jefe, rey o comandante de la tropa, el más fuerte entre los fuertes era quien tenía la prebenda de ultimar al vencido y quien asumía las ovaciones laudatorias y los silencios amedrentados por sí y para sí.
Los tiempos que corrieron acotaron los espacios y diluyeron hegemonías. Cuando el acto de dar muerte pasó de manos del soberano a las del verdugo nos encontramos con la primera “tercerización” de la función de dar muerte y la sintomatología más primaria de la merma de legitimidad del poder dominante.
Cuando el imperio de la ley, entronizo sus códigos y regló la ejecución en un ritual consensuado entre la ilustrada aristocracia, el poder se desentendió de un rostro y se mimetizó en la intangible alquimia del Estado. Perdió su hegemonía, su validez universal, su legitimidad incuestionada o “natural”, dejó de ser una condición divina, secularizándose.

A partir de esta relativización, de la coexistencia de distintos modelos de organización social y política, la lucha de clases, nacida de la división del trabajo, dejó de ser sólo económica o política, para tomar altura ideológica al contraponer diferentes perspectivas históricas.
El poder quedó confinado a un sistema complejamente articulado, y allí la validación por la muerte no encontró sustento. Esto resultó así en tanto que las fuerzas no se corporizan ya en individuos, por más que aún creamos a alguien capaz de ser por sí la causa y el fin de nuestros males o dichas.
El cuerpo del oponente paulatinamente pasa a ser escamoteado.
Las ejecuciones pasan a ser intramuros (fusilamientos, juicios sumarios, silla eléctrica, cámara de gas). El asesinato político se clandestiniza.
Las políticas de exterminio casi secretas, mediante el engaño y ocultamiento, son cínicamente abjuradas y millones los que mueren en campañas con nombres patrióticos o crípticos.
En las guerras de “baja intensidad” (eufemismo que se refiere al poco espacio que se le otorgan en los medios masivos) las fosas son comunes, se sepultan los cuerpos de los caídos, familiares y vecinos, con el empleo de maquinaria vial.
O el vencido no tiene relevancia, o son tantos los que se oponen activamente al poder hegemónico, que su exhibición resulta suicida o impracticable.
La figura de los desaparecidos, reciente escalón en este ascenso a los infiernos, permiten concluir, en ésta línea de pensamientos, la disolución, la cada vez menor consistencia, legitimación y aceptación del poder dominante. Poder que en esta sociedad actual se reconoce ilegítimo y carente de prestigio y autoridad. Tan es así que no solo oculta los cuerpos del oponente masivo, sino que les temen por su poder revelador y su fuerza estigmatizadora.
Ellos son la prueba más palpable de cómo el poder reconoce lo espurio de su condición, ocultando su propia imagen y la de sus víctimas, haciendo desaparecer a sus opositores, junto a su propia legitimidad.


Hoy la exhibición es mediática: encarnada en personajes de series televisivas, en malvados de película, en paroxísticos grupos musicales, en la delicuencia local, políticos presidiables y patéticos actores culturales que bien suplen la figura del degollado en contrafarsa al niño rubicundo y feliz de la publicidad del mundo mentido. Se exhibe el mal y su castigo, no en la vida real, no en su verdad, sino como una construcción falaz, en su virtualidad mediática. Sin el poder de mostrar el genocidio cotidiano, se lo sublima en las imágenes de mil muertes ficcionales.
A esa caricatura se contrapone otra, supuesto denominador común, estándar funcionalista, que promulga una mezcla de identidades procedentes de todo origen, condición y calidad, en una misma amalgama indiferenciada e indiferente, sólo representativa de un imaginario globalizante, que no conforma ni representa siquiera a sus propios promotores. Como un impostor que a fuerza de cambiar continuamente de máscaras se ha quedado sin rostro y pretendiendo que nadie pueda constatarlo destruye todos los espejos.

Es que el rostro del opositor al poder actual no se lo puede mostrar. Porque es el nuestro: el del 80 % de la humanidad. El de mil quinientos millones de otros como nosotros que mueren diariamente de inanición y enfermedades. Que empujan fronteras y aluvionan sobre las ciudades en busca de su derecho a la vida. Que en su privada muerte dejan sin trofeo a este poder blasfemo, incapaz siquiera de asumir su culpa.


Si algún día este mundo llegara a ser humano, la sociedad que resultase digna de él, sin duda tendría un sitio en que las figuras paradigmáticas de quienes lo negaron, un hitler, un stalin, un videla, serían exhibidas ya no como trofeos, sino como memoria de nuestra vergüenza.


Jorge Winter
9 - 6 - 2001


El Cuerpo como Trofeo


Una cabeza con una pica por cuerpo, otra ladeada, los ojos abiertos, con un echarpe rojo que se continúa en la lanza que la sostiene, Plaza de Mayo, una mañana tranquila, el barro pisoteado por quince alumnos y un maestro de levita que alecciona, el mosquerío zumbante y una agritud en el aire que quedará en el recuerdo más que las palabras justicia, castigo, orden y obediencia.
Otra cabeza, de otro signo, que supo tener un cuerpo de uniforme de fronteras, se bebe la pampa en un galope estridente, ensartada en una tacuara que blasfema contra el huinca, alaridos de rebelión y victoria.

Dos imágenes y un mismo símbolo, la exhibición de los degollados en la Plaza de la República, o en las tolderías alzadas tras el Salado, representan la misma voluntad de ejercicio del poder en su forma más primaria y directa, es decir, como imposición absoluta sobre la voluntad del otro. Los modos de legitimación se resumen en la demostración de su propio ejercicio. Una de esas formas es la exhibición de los cuerpos reducidos, dominados, e inertes de los vencidos.

Todos los caminos que conducían a Roma tuvieron sus veras jalonadas con crucificados, que a modo de mojones dieron cuenta del poder imperial por casi mil años. Desde entonces la cruz se instaló como logotipo fundante de lo occidental y cristiano.
No menos ejemplares fueron las bandejas de plata en que se ofrecieron a los reyes los despojos de sus súbditos complotados, las sogas que fueron sujetas a árboles, vigas o palos mayores; las estacas, potros, y demás artilugios públicos de tortura y muerte.
En todas las sociedades, desde los albores de la historia, pasando por sus horas y hasta este mediodía contemporáneo, la exhibición del cuerpo de quienes habrían intentado oponerse a la hegemonía del poder es una de las formas de afirmarlo y evidenciarlo. La variedad de matices, usos, formas ceremoniales, rituales, correspondientes a los diferentes modelos culturales y épocas, son sólo formas particulares de aplicación de la regla general contenida en la exhibición del cuerpo que ya no puede oponerse.
Siendo una práctica histórica y universal, que de una forma u otra se ha dado en todas las sociedades en donde se expone públicamente el cuerpo del oponente sometido - abatido, el hecho de la exhibición significa que a ese oponente se le da determinada calidad, más allá de los “detalles” con que se lo exhiba, o se le haya dado muerte.

Un cuerpo, o sólo una parte de él, convertido en símbolo del desenlace de la oposición, es la patética e inerte prueba de la temporalidad del dominio y la existencia.
Evidencia corroborada por la lucidez de los pocos o muchos ojos que la comprueban, en silencio reverente o pérfido placer. Esos ojos que miran a los que ya no pueden ver, constatan el reinado de la fuerza y la fuerza de la oposición.
De ese modo lo efímero se patentiza. Hoy seremos vencidos, hoy te vanaglorias de tu gloria, mañana serás polvo, como el polvo que nos precipitas, húmedo de lágrimas y babas.
Porque el cuerpo exhibido se carga con los dones del mañana y se ofrece redentor en su miseria. Aquel que acepta el reto, reniega de los tiempos y se presenta eterno e invencible, desafía en su osadía a hombres y dioses, y al cimentar su reino sobre la vida y muerte, se afirma en lo absoluto.
Así el hecho de la exhibición es lo que le devuelve la autoridad a su poder, que en ese momento pudo ser cuestionado, y además alecciona al resto de la sociedad sobre lo improcedente de la rebelión. Esta exhibición es el procedimiento que legitima su poder y ese poder legitima al procedimiento.
El jefe, rey o comandante de la tropa, el más fuerte entre los fuertes era quien tenía la prebenda de ultimar al vencido y quien asumía las ovaciones laudatorias y los silencios amedrentados por sí y para sí.
Los tiempos que corrieron acotaron los espacios y diluyeron hegemonías. Cuando el acto de dar muerte pasó de manos del soberano a las del verdugo nos encontramos con la primera “tercerización” de la función de dar muerte y la sintomatología más primaria de la merma de legitimidad del poder dominante.
Cuando el imperio de la ley, entronizo sus códigos y regló la ejecución en un ritual consensuado entre la ilustrada aristocracia, el poder se desentendió de un rostro y se mimetizó en la intangible alquimia del Estado. Perdió su hegemonía, su validez universal, su legitimidad incuestionada o “natural”, dejó de ser una condición divina, secularizándose.

A partir de esta relativización, de la coexistencia de distintos modelos de organización social y política, la lucha de clases, nacida de la división del trabajo, dejó de ser sólo económica o política, para tomar altura ideológica al contraponer diferentes perspectivas históricas.
El poder quedó confinado a un sistema complejamente articulado, y allí la validación por la muerte no encontró sustento. Esto resultó así en tanto que las fuerzas no se corporizan ya en individuos, por más que aún creamos a alguien capaz de ser por sí la causa y el fin de nuestros males o dichas.
El cuerpo del oponente paulatinamente pasa a ser escamoteado.
Las ejecuciones pasan a ser intramuros (fusilamientos, juicios sumarios, silla eléctrica, cámara de gas). El asesinato político se clandestiniza.
Las políticas de exterminio casi secretas, mediante el engaño y ocultamiento, son cínicamente abjuradas y millones los que mueren en campañas con nombres patrióticos o crípticos.
En las guerras de “baja intensidad” (eufemismo que se refiere al poco espacio que se le otorgan en los medios masivos) las fosas son comunes, se sepultan los cuerpos de los caídos, familiares y vecinos, con el empleo de maquinaria vial.
O el vencido no tiene relevancia, o son tantos los que se oponen activamente al poder hegemónico, que su exhibición resulta suicida o impracticable.
La figura de los desaparecidos, reciente escalón en este ascenso a los infiernos, permiten concluir, en ésta línea de pensamientos, la disolución, la cada vez menor consistencia, legitimación y aceptación del poder dominante. Poder que en esta sociedad actual se reconoce ilegítimo y carente de prestigio y autoridad. Tan es así que no solo oculta los cuerpos del oponente masivo, sino que les temen por su poder revelador y su fuerza estigmatizadora.
Ellos son la prueba más palpable de cómo el poder reconoce lo espurio de su condición, ocultando su propia imagen y la de sus víctimas, haciendo desaparecer a sus opositores, junto a su propia legitimidad.


Hoy la exhibición es mediática: encarnada en personajes de series televisivas, en malvados de película, en paroxísticos grupos musicales, en la delicuencia local, políticos presidiables y patéticos actores culturales que bien suplen la figura del degollado en contrafarsa al niño rubicundo y feliz de la publicidad del mundo mentido. Se exhibe el mal y su castigo, no en la vida real, no en su verdad, sino como una construcción falaz, en su virtualidad mediática. Sin el poder de mostrar el genocidio cotidiano, se lo sublima en las imágenes de mil muertes ficcionales.
A esa caricatura se contrapone otra, supuesto denominador común, estándar funcionalista, que promulga una mezcla de identidades procedentes de todo origen, condición y calidad, en una misma amalgama indiferenciada e indiferente, sólo representativa de un imaginario globalizante, que no conforma ni representa siquiera a sus propios promotores. Como un impostor que a fuerza de cambiar continuamente de máscaras se ha quedado sin rostro y pretendiendo que nadie pueda constatarlo destruye todos los espejos.

Es que el rostro del opositor al poder actual no se lo puede mostrar. Porque es el nuestro: el del 80 % de la humanidad. El de mil quinientos millones de otros como nosotros que mueren diariamente de inanición y enfermedades. Que empujan fronteras y aluvionan sobre las ciudades en busca de su derecho a la vida. Que en su privada muerte dejan sin trofeo a este poder blasfemo, incapaz siquiera de asumir su culpa.


Si algún día este mundo llegara a ser humano, la sociedad que resultase digna de él, sin duda tendría un sitio en que las figuras paradigmáticas de quienes lo negaron, un hitler, un stalin, un videla, serían exhibidas ya no como trofeos, sino como memoria de nuestra vergüenza.


Jorge Winter
9 - 6 - 2001


El Cuerpo como Trofeo


Una cabeza con una pica por cuerpo, otra ladeada, los ojos abiertos, con un echarpe rojo que se continúa en la lanza que la sostiene, Plaza de Mayo, una mañana tranquila, el barro pisoteado por quince alumnos y un maestro de levita que alecciona, el mosquerío zumbante y una agritud en el aire que quedará en el recuerdo más que las palabras justicia, castigo, orden y obediencia.
Otra cabeza, de otro signo, que supo tener un cuerpo de uniforme de fronteras, se bebe la pampa en un galope estridente, ensartada en una tacuara que blasfema contra el huinca, alaridos de rebelión y victoria.

Dos imágenes y un mismo símbolo, la exhibición de los degollados en la Plaza de la República, o en las tolderías alzadas tras el Salado, representan la misma voluntad de ejercicio del poder en su forma más primaria y directa, es decir, como imposición absoluta sobre la voluntad del otro. Los modos de legitimación se resumen en la demostración de su propio ejercicio. Una de esas formas es la exhibición de los cuerpos reducidos, dominados, e inertes de los vencidos.

Todos los caminos que conducían a Roma tuvieron sus veras jalonadas con crucificados, que a modo de mojones dieron cuenta del poder imperial por casi mil años. Desde entonces la cruz se instaló como logotipo fundante de lo occidental y cristiano.
No menos ejemplares fueron las bandejas de plata en que se ofrecieron a los reyes los despojos de sus súbditos complotados, las sogas que fueron sujetas a árboles, vigas o palos mayores; las estacas, potros, y demás artilugios públicos de tortura y muerte.
En todas las sociedades, desde los albores de la historia, pasando por sus horas y hasta este mediodía contemporáneo, la exhibición del cuerpo de quienes habrían intentado oponerse a la hegemonía del poder es una de las formas de afirmarlo y evidenciarlo. La variedad de matices, usos, formas ceremoniales, rituales, correspondientes a los diferentes modelos culturales y épocas, son sólo formas particulares de aplicación de la regla general contenida en la exhibición del cuerpo que ya no puede oponerse.
Siendo una práctica histórica y universal, que de una forma u otra se ha dado en todas las sociedades en donde se expone públicamente el cuerpo del oponente sometido - abatido, el hecho de la exhibición significa que a ese oponente se le da determinada calidad, más allá de los “detalles” con que se lo exhiba, o se le haya dado muerte.

Un cuerpo, o sólo una parte de él, convertido en símbolo del desenlace de la oposición, es la patética e inerte prueba de la temporalidad del dominio y la existencia.
Evidencia corroborada por la lucidez de los pocos o muchos ojos que la comprueban, en silencio reverente o pérfido placer. Esos ojos que miran a los que ya no pueden ver, constatan el reinado de la fuerza y la fuerza de la oposición.
De ese modo lo efímero se patentiza. Hoy seremos vencidos, hoy te vanaglorias de tu gloria, mañana serás polvo, como el polvo que nos precipitas, húmedo de lágrimas y babas.
Porque el cuerpo exhibido se carga con los dones del mañana y se ofrece redentor en su miseria. Aquel que acepta el reto, reniega de los tiempos y se presenta eterno e invencible, desafía en su osadía a hombres y dioses, y al cimentar su reino sobre la vida y muerte, se afirma en lo absoluto.
Así el hecho de la exhibición es lo que le devuelve la autoridad a su poder, que en ese momento pudo ser cuestionado, y además alecciona al resto de la sociedad sobre lo improcedente de la rebelión. Esta exhibición es el procedimiento que legitima su poder y ese poder legitima al procedimiento.
El jefe, rey o comandante de la tropa, el más fuerte entre los fuertes era quien tenía la prebenda de ultimar al vencido y quien asumía las ovaciones laudatorias y los silencios amedrentados por sí y para sí.
Los tiempos que corrieron acotaron los espacios y diluyeron hegemonías. Cuando el acto de dar muerte pasó de manos del soberano a las del verdugo nos encontramos con la primera “tercerización” de la función de dar muerte y la sintomatología más primaria de la merma de legitimidad del poder dominante.
Cuando el imperio de la ley, entronizo sus códigos y regló la ejecución en un ritual consensuado entre la ilustrada aristocracia, el poder se desentendió de un rostro y se mimetizó en la intangible alquimia del Estado. Perdió su hegemonía, su validez universal, su legitimidad incuestionada o “natural”, dejó de ser una condición divina, secularizándose.

A partir de esta relativización, de la coexistencia de distintos modelos de organización social y política, la lucha de clases, nacida de la división del trabajo, dejó de ser sólo económica o política, para tomar altura ideológica al contraponer diferentes perspectivas históricas.
El poder quedó confinado a un sistema complejamente articulado, y allí la validación por la muerte no encontró sustento. Esto resultó así en tanto que las fuerzas no se corporizan ya en individuos, por más que aún creamos a alguien capaz de ser por sí la causa y el fin de nuestros males o dichas.
El cuerpo del oponente paulatinamente pasa a ser escamoteado.
Las ejecuciones pasan a ser intramuros (fusilamientos, juicios sumarios, silla eléctrica, cámara de gas). El asesinato político se clandestiniza.
Las políticas de exterminio casi secretas, mediante el engaño y ocultamiento, son cínicamente abjuradas y millones los que mueren en campañas con nombres patrióticos o crípticos.
En las guerras de “baja intensidad” (eufemismo que se refiere al poco espacio que se le otorgan en los medios masivos) las fosas son comunes, se sepultan los cuerpos de los caídos, familiares y vecinos, con el empleo de maquinaria vial.
O el vencido no tiene relevancia, o son tantos los que se oponen activamente al poder hegemónico, que su exhibición resulta suicida o impracticable.
La figura de los desaparecidos, reciente escalón en este ascenso a los infiernos, permiten concluir, en ésta línea de pensamientos, la disolución, la cada vez menor consistencia, legitimación y aceptación del poder dominante. Poder que en esta sociedad actual se reconoce ilegítimo y carente de prestigio y autoridad. Tan es así que no solo oculta los cuerpos del oponente masivo, sino que les temen por su poder revelador y su fuerza estigmatizadora.
Ellos son la prueba más palpable de cómo el poder reconoce lo espurio de su condición, ocultando su propia imagen y la de sus víctimas, haciendo desaparecer a sus opositores, junto a su propia legitimidad.


Hoy la exhibición es mediática: encarnada en personajes de series televisivas, en malvados de película, en paroxísticos grupos musicales, en la delicuencia local, políticos presidiables y patéticos actores culturales que bien suplen la figura del degollado en contrafarsa al niño rubicundo y feliz de la publicidad del mundo mentido. Se exhibe el mal y su castigo, no en la vida real, no en su verdad, sino como una construcción falaz, en su virtualidad mediática. Sin el poder de mostrar el genocidio cotidiano, se lo sublima en las imágenes de mil muertes ficcionales.
A esa caricatura se contrapone otra, supuesto denominador común, estándar funcionalista, que promulga una mezcla de identidades procedentes de todo origen, condición y calidad, en una misma amalgama indiferenciada e indiferente, sólo representativa de un imaginario globalizante, que no conforma ni representa siquiera a sus propios promotores. Como un impostor que a fuerza de cambiar continuamente de máscaras se ha quedado sin rostro y pretendiendo que nadie pueda constatarlo destruye todos los espejos.

Es que el rostro del opositor al poder actual no se lo puede mostrar. Porque es el nuestro: el del 80 % de la humanidad. El de mil quinientos millones de otros como nosotros que mueren diariamente de inanición y enfermedades. Que empujan fronteras y aluvionan sobre las ciudades en busca de su derecho a la vida. Que en su privada muerte dejan sin trofeo a este poder blasfemo, incapaz siquiera de asumir su culpa.


Si algún día este mundo llegara a ser humano, la sociedad que resultase digna de él, sin duda tendría un sitio en que las figuras paradigmáticas de quienes lo negaron, un hitler, un stalin, un videla, serían exhibidas ya no como trofeos, sino como memoria de nuestra vergüenza.


Jorge Winter
9 - 6 - 2001

PAREJA Y EL SENTIDO DEL CUERPO

09- Pareja El sentido del cuerpo (David Le Breton)


1amor.com.ar
Portal Literario Textos –
El sentido del cuerpo (David Le Breton)
seguissola-encon Libre El sentido del cuerpo (David Le Breton)
David Le Breton: El sentido del cuerpo El dualismo persona-cuerpo domina la tecnociencia, que ha convertido al cuerpo en un accesorio de la presencia. Pero la felicidad no se teje con la técnica, sino con el sentido que damos al cuerpo y a la existencia, declara el sociólogo y antropólogo David Le Breton en la siguiente entrevista. Por Elisabeth Gilles.

Una empresa californiana ha conseguido dos patentes que le reconocen derechos comerciales sobre embriones humanos obtenidos por clonación. Aparentemente, se trata de una buena causa. Resistirse a la cirugía estética se va a convertir pronto es heroísmo o un acto de inconsciencia. Tolerar el menor indicio de grasa, una actitud obscena. Y hacer el amor en la cama, una actividad desfasada porque en Internet el cibersexo florece. Es limpio, sin riesgos y no compromete a nada. Son ejemplos inéditos de los posibles usos del cuerpo y no hay más que observar el mundo para conocerlos. En su obra "El adiós al cuerpo" (Editions Métailié), David Le Breton, profesor de sociología y antropología en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Estrasburgo, describe los excesos y derivas de lo que denomina "el extremo contemporáneo", que evoluciona entre la voluntad de control absoluto y el narcicismo.

¿Qué le lleva a decir que el cuerpo se ha convertido en un accesorio, una especie de kit?
La formidable convergencia de prácticas relativamente recientes, o cuyo éxito es reciente, hacen que el cuerpo sea vivido hoy a menudo como un accesorio de la presencia. Un material a bricolar para ponerlo a la altura de la voluntad del individuo. El cuerpo es un objeto imperfecto, un borrador por corregir.
¿Qué hace la cirugía estética? Se intenta cambiar el cuerpo para luego cambiar la vida. El culturismo va en la misma línea: no es cuestión de contentarse con el cuerpo que uno tiene, sino que hay que perfeccionarlo, controlarlo. Una tercera lógica está en juego: a falta de poder controlar la existencia en un mundo que se presenta cada vez más inaccesible, se controla el cuerpo. Una manera simbólica de no perder su espacio en el tejido del mundo y de procurarse un sentido, un valor, proyectos, etc.
¿No es paradójico hablar del adiós al cuerpo al mismo tiempo que se le exalta? No. El cuerpo exaltado no es el cuerpo en el que vivimos, sino un cuerpo rectificado, redefinido. Una anécdota: durante una amplia investigación sobre el tatuaje y el piercing, llevada entre cincuenta alumnos de la universidad de Estrasburgo (la mayoría tatuados o con piercings), una de las estudiantes nos dijo, llorando, que después de haberse tatuado se sentía metamorfoseada, completa. Ella había colmado así un defecto que sentía desde la infancia. Este ejemplo nos indica que el cuerpo como tal no era suficiente para asegurarle una existencia plena. Hacía falta cambiarlo para que alcanzara una dignidad que no tenía. La misma lógica se encuentra en el culturismo, el transsexualismo, la moda de la cirugía estética, la importancia de los regímenes alimenticios, etc. El cuerpo es un objeto a someter, no a vivir como tal con alegría. Si el cuerpo fuera realmente libre, no se hablaría de él.
¿El problema no es el viejo dualismo occidental cuerpo-espíritu? En parte. Pienso que el dualismo contemporáneo no opone el cuerpo al espíritu o al alma, sino al hombre con su cuerpo. Por eso hablo de un "alter ego". Se hace del cuerpo un socio que se mima o un adversario al que se le combate para darle la forma deseada. Las facciones radicales de la cibercultura americana van aún más lejos en este dualismo. Consideran que el cuerpo es despreciable en estos momentos en que podemos comunicarnos en cuestión de segundos de un extremo al otro del mundo. Nos hace perder el tiempo, enferma, está abocado al envejecimiento, a la muerte, etc. A sus ojos es un fósil, un anacronismo. Por eso sueñan con la posibilidad de que el espíritu humano pueda ser archivado en un disco de ordenador, volcado en Internet, es decir, piensan en la erradicación de la carne a favor de innumerables prótesis informáticas.


¿Qué vínculos existen entre la biología y la informática? Estrechos, en la medida en que, sin los procedimientos de cálculo y de memoria informáticas, el proyecto genoma humano, por ejemplo, sería impensable. El ordenador multiplica al infinito el poder del hombre en la investigación científica, para lo mejor o lo peor, según las circunstancias. Por otra parte, biología e informática intercambian su vocabulario. El cuerpo humano es percibido cada vez más como una metáfora informática: se piensa que los genes programan las características físicas o psicológicas, que contienen información, etc. Una forma más de confirmar este fantasma que se cierne sobre el cuerpo humano, que se expresa hoy en algunas corrientes ideológicas que pretenden encontrar fundamentos genéticos ineluctables a todos los comportamientos humanos. Y por la misma regla de tres a construir una humanidad perfecta gracias a la intervención genética en el útero o a la cirugía genética.
¿En qué medida la tecnociencia transforma los datos antgropológicos, como el límite entre lo viviente y lo inanimado? La tecnociencia rompe las fronteras genéticas entre las especies, por ejemplo en lo transgénico. También rompe las fronteras entre lo viviente y lo inanimado, por ejemplo con la mitología de la vida artificial o introduciendo chips en el cuerpo humano.
¿Soy un hombre o una máquina? Este era el drama central de Blade Runner. Probablemente se convierta en una cuestión lancinante en el futuro, cuando la humanidad esté remendada con prótesis y chips en su búsqueda desesperada para suprimir la muerte. Las cuestiones que suscita la tecnociencia,
¿no se sitúan más bien en el ámbito de la economía? Es uno de los aspectos del problema, pero no es el único. Es verdad que las investigaciones transgénicas las desarrollan frecuentemente empresas privadas que sólo persiguen el beneficio al ultranza, y no la preservación de los recursos naturales para las generaciones futuras. Usted cita esta frase de Levi-Strauss: "los últimos refugios de la trascendencia se encarnan en la biología".
¿Qué significa esta afirmación? Alrededor del proyecto secuencial del genoma, florece un discurso científico de maestría absoluta. El desciframiento del genoma pretende, según algunos de sus promotores, facilitarnos todas las claves no sólo de las enfermedades, sino también del comportamiento humano. Asistimos así a un delirio de prepotencia inquietante porque se trata por lo general de personas que disponen de un gran poder. Este discurso de perfeccionamiento del cuerpo es un discurso religioso del que algunos científicos son los profetas o los apóstoles.
¿A qué nos enfrenta la cibersexualidad? A la abolición del cuerpo en la relación con el otro. El otro es descartado a favor de los signos de su presencia.

El puritanismo se conjuga con el mito de la salud perfecta. La sexualidad sin cuerpo elimina cualquier riesgo de contaminación o de encuentro y no aporta nada al confort de la vida cotidiana. Desaparece la necesidad de salir de uno mismo y de someterse a la seducción y al encuentro con el otro. El cuerpo del otro será un día un disquete, un fichero, un programa, un site. Eros electrónico. Para algunos defensores de la cibercultura americana, la sexualidad está superada y la perciben incluso como insípida.
¿Qué limites ha de tener la tecnociencia? La cuestión del gusto por la vida me parece fundamental. El progreso de la ciencia, ya se sabe trágicamente hoy, no tiene nada que ver con el progreso moral. Las técnicas no son sino medios, pero tienden a convertirse en un fin por sí mismas. Cuando vemos lo mal que se vive en las sociedades occidentales, el miedo al futuro, el abismo terrible que separa a ricos de pobres, a las sociedades occidentales de las otras, sólo puede llegarse a la conclusión de que hay que hacer una pausa, de tomar tiempo para vivir. En este mundo en el que las técnicas abundan, el sentido desaparece. La felicidad de los hombres no se teje con la acumulación de técnicas, sino en el sentido que damos a la existencia.
Condensado de la entrevista original publicada en la revista Construire, nº 19, 09-05-2000.09- Pareja El sentido del cuerpo (David Le Breton)


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El sentido del cuerpo (David Le Breton)
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David Le Breton: El sentido del cuerpo El dualismo persona-cuerpo domina la tecnociencia, que ha convertido al cuerpo en un accesorio de la presencia. Pero la felicidad no se teje con la técnica, sino con el sentido que damos al cuerpo y a la existencia, declara el sociólogo y antropólogo David Le Breton en la siguiente entrevista. Por Elisabeth Gilles.

Una empresa californiana ha conseguido dos patentes que le reconocen derechos comerciales sobre embriones humanos obtenidos por clonación. Aparentemente, se trata de una buena causa. Resistirse a la cirugía estética se va a convertir pronto es heroísmo o un acto de inconsciencia. Tolerar el menor indicio de grasa, una actitud obscena. Y hacer el amor en la cama, una actividad desfasada porque en Internet el cibersexo florece. Es limpio, sin riesgos y no compromete a nada. Son ejemplos inéditos de los posibles usos del cuerpo y no hay más que observar el mundo para conocerlos. En su obra "El adiós al cuerpo" (Editions Métailié), David Le Breton, profesor de sociología y antropología en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Estrasburgo, describe los excesos y derivas de lo que denomina "el extremo contemporáneo", que evoluciona entre la voluntad de control absoluto y el narcicismo.

¿Qué le lleva a decir que el cuerpo se ha convertido en un accesorio, una especie de kit?
La formidable convergencia de prácticas relativamente recientes, o cuyo éxito es reciente, hacen que el cuerpo sea vivido hoy a menudo como un accesorio de la presencia. Un material a bricolar para ponerlo a la altura de la voluntad del individuo. El cuerpo es un objeto imperfecto, un borrador por corregir.
¿Qué hace la cirugía estética? Se intenta cambiar el cuerpo para luego cambiar la vida. El culturismo va en la misma línea: no es cuestión de contentarse con el cuerpo que uno tiene, sino que hay que perfeccionarlo, controlarlo. Una tercera lógica está en juego: a falta de poder controlar la existencia en un mundo que se presenta cada vez más inaccesible, se controla el cuerpo. Una manera simbólica de no perder su espacio en el tejido del mundo y de procurarse un sentido, un valor, proyectos, etc.
¿No es paradójico hablar del adiós al cuerpo al mismo tiempo que se le exalta? No. El cuerpo exaltado no es el cuerpo en el que vivimos, sino un cuerpo rectificado, redefinido. Una anécdota: durante una amplia investigación sobre el tatuaje y el piercing, llevada entre cincuenta alumnos de la universidad de Estrasburgo (la mayoría tatuados o con piercings), una de las estudiantes nos dijo, llorando, que después de haberse tatuado se sentía metamorfoseada, completa. Ella había colmado así un defecto que sentía desde la infancia. Este ejemplo nos indica que el cuerpo como tal no era suficiente para asegurarle una existencia plena. Hacía falta cambiarlo para que alcanzara una dignidad que no tenía. La misma lógica se encuentra en el culturismo, el transsexualismo, la moda de la cirugía estética, la importancia de los regímenes alimenticios, etc. El cuerpo es un objeto a someter, no a vivir como tal con alegría. Si el cuerpo fuera realmente libre, no se hablaría de él.
¿El problema no es el viejo dualismo occidental cuerpo-espíritu? En parte. Pienso que el dualismo contemporáneo no opone el cuerpo al espíritu o al alma, sino al hombre con su cuerpo. Por eso hablo de un "alter ego". Se hace del cuerpo un socio que se mima o un adversario al que se le combate para darle la forma deseada. Las facciones radicales de la cibercultura americana van aún más lejos en este dualismo. Consideran que el cuerpo es despreciable en estos momentos en que podemos comunicarnos en cuestión de segundos de un extremo al otro del mundo. Nos hace perder el tiempo, enferma, está abocado al envejecimiento, a la muerte, etc. A sus ojos es un fósil, un anacronismo. Por eso sueñan con la posibilidad de que el espíritu humano pueda ser archivado en un disco de ordenador, volcado en Internet, es decir, piensan en la erradicación de la carne a favor de innumerables prótesis informáticas.


¿Qué vínculos existen entre la biología y la informática? Estrechos, en la medida en que, sin los procedimientos de cálculo y de memoria informáticas, el proyecto genoma humano, por ejemplo, sería impensable. El ordenador multiplica al infinito el poder del hombre en la investigación científica, para lo mejor o lo peor, según las circunstancias. Por otra parte, biología e informática intercambian su vocabulario. El cuerpo humano es percibido cada vez más como una metáfora informática: se piensa que los genes programan las características físicas o psicológicas, que contienen información, etc. Una forma más de confirmar este fantasma que se cierne sobre el cuerpo humano, que se expresa hoy en algunas corrientes ideológicas que pretenden encontrar fundamentos genéticos ineluctables a todos los comportamientos humanos. Y por la misma regla de tres a construir una humanidad perfecta gracias a la intervención genética en el útero o a la cirugía genética.
¿En qué medida la tecnociencia transforma los datos antgropológicos, como el límite entre lo viviente y lo inanimado? La tecnociencia rompe las fronteras genéticas entre las especies, por ejemplo en lo transgénico. También rompe las fronteras entre lo viviente y lo inanimado, por ejemplo con la mitología de la vida artificial o introduciendo chips en el cuerpo humano.
¿Soy un hombre o una máquina? Este era el drama central de Blade Runner. Probablemente se convierta en una cuestión lancinante en el futuro, cuando la humanidad esté remendada con prótesis y chips en su búsqueda desesperada para suprimir la muerte. Las cuestiones que suscita la tecnociencia,
¿no se sitúan más bien en el ámbito de la economía? Es uno de los aspectos del problema, pero no es el único. Es verdad que las investigaciones transgénicas las desarrollan frecuentemente empresas privadas que sólo persiguen el beneficio al ultranza, y no la preservación de los recursos naturales para las generaciones futuras. Usted cita esta frase de Levi-Strauss: "los últimos refugios de la trascendencia se encarnan en la biología".
¿Qué significa esta afirmación? Alrededor del proyecto secuencial del genoma, florece un discurso científico de maestría absoluta. El desciframiento del genoma pretende, según algunos de sus promotores, facilitarnos todas las claves no sólo de las enfermedades, sino también del comportamiento humano. Asistimos así a un delirio de prepotencia inquietante porque se trata por lo general de personas que disponen de un gran poder. Este discurso de perfeccionamiento del cuerpo es un discurso religioso del que algunos científicos son los profetas o los apóstoles.
¿A qué nos enfrenta la cibersexualidad? A la abolición del cuerpo en la relación con el otro. El otro es descartado a favor de los signos de su presencia.

El puritanismo se conjuga con el mito de la salud perfecta. La sexualidad sin cuerpo elimina cualquier riesgo de contaminación o de encuentro y no aporta nada al confort de la vida cotidiana. Desaparece la necesidad de salir de uno mismo y de someterse a la seducción y al encuentro con el otro. El cuerpo del otro será un día un disquete, un fichero, un programa, un site. Eros electrónico. Para algunos defensores de la cibercultura americana, la sexualidad está superada y la perciben incluso como insípida.
¿Qué limites ha de tener la tecnociencia? La cuestión del gusto por la vida me parece fundamental. El progreso de la ciencia, ya se sabe trágicamente hoy, no tiene nada que ver con el progreso moral. Las técnicas no son sino medios, pero tienden a convertirse en un fin por sí mismas. Cuando vemos lo mal que se vive en las sociedades occidentales, el miedo al futuro, el abismo terrible que separa a ricos de pobres, a las sociedades occidentales de las otras, sólo puede llegarse a la conclusión de que hay que hacer una pausa, de tomar tiempo para vivir. En este mundo en el que las técnicas abundan, el sentido desaparece. La felicidad de los hombres no se teje con la acumulación de técnicas, sino en el sentido que damos a la existencia.
Condensado de la entrevista original publicada en la revista Construire, nº 19, 09-05-2000.09- Pareja El sentido del cuerpo (David Le Breton)


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El sentido del cuerpo (David Le Breton)
seguissola-encon Libre El sentido del cuerpo (David Le Breton)
David Le Breton: El sentido del cuerpo El dualismo persona-cuerpo domina la tecnociencia, que ha convertido al cuerpo en un accesorio de la presencia. Pero la felicidad no se teje con la técnica, sino con el sentido que damos al cuerpo y a la existencia, declara el sociólogo y antropólogo David Le Breton en la siguiente entrevista. Por Elisabeth Gilles.

Una empresa californiana ha conseguido dos patentes que le reconocen derechos comerciales sobre embriones humanos obtenidos por clonación. Aparentemente, se trata de una buena causa. Resistirse a la cirugía estética se va a convertir pronto es heroísmo o un acto de inconsciencia. Tolerar el menor indicio de grasa, una actitud obscena. Y hacer el amor en la cama, una actividad desfasada porque en Internet el cibersexo florece. Es limpio, sin riesgos y no compromete a nada. Son ejemplos inéditos de los posibles usos del cuerpo y no hay más que observar el mundo para conocerlos. En su obra "El adiós al cuerpo" (Editions Métailié), David Le Breton, profesor de sociología y antropología en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Estrasburgo, describe los excesos y derivas de lo que denomina "el extremo contemporáneo", que evoluciona entre la voluntad de control absoluto y el narcicismo.

¿Qué le lleva a decir que el cuerpo se ha convertido en un accesorio, una especie de kit?
La formidable convergencia de prácticas relativamente recientes, o cuyo éxito es reciente, hacen que el cuerpo sea vivido hoy a menudo como un accesorio de la presencia. Un material a bricolar para ponerlo a la altura de la voluntad del individuo. El cuerpo es un objeto imperfecto, un borrador por corregir.
¿Qué hace la cirugía estética? Se intenta cambiar el cuerpo para luego cambiar la vida. El culturismo va en la misma línea: no es cuestión de contentarse con el cuerpo que uno tiene, sino que hay que perfeccionarlo, controlarlo. Una tercera lógica está en juego: a falta de poder controlar la existencia en un mundo que se presenta cada vez más inaccesible, se controla el cuerpo. Una manera simbólica de no perder su espacio en el tejido del mundo y de procurarse un sentido, un valor, proyectos, etc.
¿No es paradójico hablar del adiós al cuerpo al mismo tiempo que se le exalta? No. El cuerpo exaltado no es el cuerpo en el que vivimos, sino un cuerpo rectificado, redefinido. Una anécdota: durante una amplia investigación sobre el tatuaje y el piercing, llevada entre cincuenta alumnos de la universidad de Estrasburgo (la mayoría tatuados o con piercings), una de las estudiantes nos dijo, llorando, que después de haberse tatuado se sentía metamorfoseada, completa. Ella había colmado así un defecto que sentía desde la infancia. Este ejemplo nos indica que el cuerpo como tal no era suficiente para asegurarle una existencia plena. Hacía falta cambiarlo para que alcanzara una dignidad que no tenía. La misma lógica se encuentra en el culturismo, el transsexualismo, la moda de la cirugía estética, la importancia de los regímenes alimenticios, etc. El cuerpo es un objeto a someter, no a vivir como tal con alegría. Si el cuerpo fuera realmente libre, no se hablaría de él.
¿El problema no es el viejo dualismo occidental cuerpo-espíritu? En parte. Pienso que el dualismo contemporáneo no opone el cuerpo al espíritu o al alma, sino al hombre con su cuerpo. Por eso hablo de un "alter ego". Se hace del cuerpo un socio que se mima o un adversario al que se le combate para darle la forma deseada. Las facciones radicales de la cibercultura americana van aún más lejos en este dualismo. Consideran que el cuerpo es despreciable en estos momentos en que podemos comunicarnos en cuestión de segundos de un extremo al otro del mundo. Nos hace perder el tiempo, enferma, está abocado al envejecimiento, a la muerte, etc. A sus ojos es un fósil, un anacronismo. Por eso sueñan con la posibilidad de que el espíritu humano pueda ser archivado en un disco de ordenador, volcado en Internet, es decir, piensan en la erradicación de la carne a favor de innumerables prótesis informáticas.


¿Qué vínculos existen entre la biología y la informática? Estrechos, en la medida en que, sin los procedimientos de cálculo y de memoria informáticas, el proyecto genoma humano, por ejemplo, sería impensable. El ordenador multiplica al infinito el poder del hombre en la investigación científica, para lo mejor o lo peor, según las circunstancias. Por otra parte, biología e informática intercambian su vocabulario. El cuerpo humano es percibido cada vez más como una metáfora informática: se piensa que los genes programan las características físicas o psicológicas, que contienen información, etc. Una forma más de confirmar este fantasma que se cierne sobre el cuerpo humano, que se expresa hoy en algunas corrientes ideológicas que pretenden encontrar fundamentos genéticos ineluctables a todos los comportamientos humanos. Y por la misma regla de tres a construir una humanidad perfecta gracias a la intervención genética en el útero o a la cirugía genética.
¿En qué medida la tecnociencia transforma los datos antgropológicos, como el límite entre lo viviente y lo inanimado? La tecnociencia rompe las fronteras genéticas entre las especies, por ejemplo en lo transgénico. También rompe las fronteras entre lo viviente y lo inanimado, por ejemplo con la mitología de la vida artificial o introduciendo chips en el cuerpo humano.
¿Soy un hombre o una máquina? Este era el drama central de Blade Runner. Probablemente se convierta en una cuestión lancinante en el futuro, cuando la humanidad esté remendada con prótesis y chips en su búsqueda desesperada para suprimir la muerte. Las cuestiones que suscita la tecnociencia,
¿no se sitúan más bien en el ámbito de la economía? Es uno de los aspectos del problema, pero no es el único. Es verdad que las investigaciones transgénicas las desarrollan frecuentemente empresas privadas que sólo persiguen el beneficio al ultranza, y no la preservación de los recursos naturales para las generaciones futuras. Usted cita esta frase de Levi-Strauss: "los últimos refugios de la trascendencia se encarnan en la biología".
¿Qué significa esta afirmación? Alrededor del proyecto secuencial del genoma, florece un discurso científico de maestría absoluta. El desciframiento del genoma pretende, según algunos de sus promotores, facilitarnos todas las claves no sólo de las enfermedades, sino también del comportamiento humano. Asistimos así a un delirio de prepotencia inquietante porque se trata por lo general de personas que disponen de un gran poder. Este discurso de perfeccionamiento del cuerpo es un discurso religioso del que algunos científicos son los profetas o los apóstoles.
¿A qué nos enfrenta la cibersexualidad? A la abolición del cuerpo en la relación con el otro. El otro es descartado a favor de los signos de su presencia.

El puritanismo se conjuga con el mito de la salud perfecta. La sexualidad sin cuerpo elimina cualquier riesgo de contaminación o de encuentro y no aporta nada al confort de la vida cotidiana. Desaparece la necesidad de salir de uno mismo y de someterse a la seducción y al encuentro con el otro. El cuerpo del otro será un día un disquete, un fichero, un programa, un site. Eros electrónico. Para algunos defensores de la cibercultura americana, la sexualidad está superada y la perciben incluso como insípida.
¿Qué limites ha de tener la tecnociencia? La cuestión del gusto por la vida me parece fundamental. El progreso de la ciencia, ya se sabe trágicamente hoy, no tiene nada que ver con el progreso moral. Las técnicas no son sino medios, pero tienden a convertirse en un fin por sí mismas. Cuando vemos lo mal que se vive en las sociedades occidentales, el miedo al futuro, el abismo terrible que separa a ricos de pobres, a las sociedades occidentales de las otras, sólo puede llegarse a la conclusión de que hay que hacer una pausa, de tomar tiempo para vivir. En este mundo en el que las técnicas abundan, el sentido desaparece. La felicidad de los hombres no se teje con la acumulación de técnicas, sino en el sentido que damos a la existencia.
Condensado de la entrevista original publicada en la revista Construire, nº 19, 09-05-2000.

RESEÑA DE LEBRETON

10- Reseñas. David Le Breton: Antropología del dolor - nº 15 Espéculo

Espéculo

Reseñas, críticas y novedades

David Le Breton

Antropología del dolor

Lista con 1 elementos
• David Le Breton, Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, 1999, 287 págs.
fin de lista

1. Presentación

Esta obra es continuación de la serie iniciada con Antropologie du corps et modernité (1990) en que el autor estableció las perspectivas y útiles necesarios
para abordar una interpretación global del pensamiento contemporáneo a la luz de la antropología. El cuerpo humano, opina Breton, es un objeto de análisis
privilegiado y la lectura antropológica un instrumento iluminador de las diversas áreas del trabajo humano. Des visages (1992), sobre los significados
del rostro, o La Char à vif (1993), acerca de los usos médicos del cuerpo humano, han representado sucesivos acercamientos a la interpretación antropológica
que culmina en Antropologie de la douleur (1995), donde se enfrenta el problema de la relación defectuosa del ser humano con su cuerpo, esto es, el dolor.
Breton, profesor de Sociología y Antropología en la universidad de Estrasburgo enfoca este tema desde la metodología de Simmel y Mauss, orientación que
le permite cifrar en el cuerpo humano toda una encrucijada de significaciones en las que es posible aprehender la construcción social y cultural de una
realidad irrefutable como es el dolor.

El libro de Breton se estructura en seis capítulos que recorren la constatación objetiva de la experiencia de dolor junto a su inequívoca vivencia personal
por cada ser humano. Se añade asimismo la gran pregunta acerca de su sentido, único camino de superación del dolor en la opinión de Breton quien, a modo
de alternativa, enumera las respuestas de las grandes religiones a este fenómeno, ya que el dolor se padece subjetivamente en mayor o menor intensidad,
con un grado u otro de resistencia, según el significado que las diversas sociedades hayan dotado en su conjunto a esta experiencia. A la exposición de
estas tesis dedica el autor otros dos capítulos, concluyendo finalmente con el análisis de los usos sociales del dolor, esto es, de la pragmática positiva
de este tipo de conocimiento, si es que esta puede existir. La obra de Breton trasluce la atenta lectura de la carta Salvifici Doloris de Juan Pablo II
(11-II-1984), autor al que cita en algunas ocasiones y con el que comparte muchos puntos de vista.

2. Dolor y sufrimiento

Uno de los planteamientos iniciales de la carta Salvifici Doloris (SD) es la discriminación entre sufrimiento físico y moral, respectivamente el dolor del
cuerpo o del alma, distinción que Breton repone en terminología médica en los conceptos de "pain" y "suffering". Siendo el dolor una experiencia común,
solidaria, tema universal que acompaña al hombre a lo largo y ancho de la geografía (SD,2) junto con la muerte, pues el sufrimiento es siempre humano aunque
también conozcan el dolor los animales; tal vez, porque el dolor "manifiesta a su manera la profundidad propia del hombre y de algún modo la supera. Solamente
el hombre cuando sufre sabe que sufre, y se pregunta la razón de este dolor del mismo modo que se plantea el significado del mal: "Ambas preguntas son
difíciles cuando las hace el hombre al hombre, los hombres a los hombres como también cuando el hombre las hace a Dios" (SD,9). Aún más, podría decirse
que esta pregunta sólo puede dirigirse a Dios, concluye Juan Pablo II: "El hombre puede dirigir tal pregunta a Dios con toda la conmoción de su corazón
y con la mente llena de asombro y de inquietud; Dios espera la pregunta y la escucha" (SD, 10). De manera que el sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia
del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido destinado a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo"
(SD,2).

Simultáneamente, se trata también un hecho situacional, aislable en un sujeto que lo padece pero modalizado por la "materia social, cultural, relacional"
que impregna ese sufrimiento. Siempre se manifiesta de manera violenta, de improviso, como una invasión e interrupción de la vida cotidiana, y, muy frecuentemente,
destroza nuestras relaciones familiares y sociales por el sentimiento de la incapacidad y la indignidad frente a los otros.

Así pues, el dolor es "un hecho personal, encerrado en el concreto e irrepetible interior del hombre" y el sufrimiento, una experiencia incomunicable. Por
esto, André Le Breton censura el organicismo dualista de nuestra tradición occidental que reduce el dolor a una mera sensación relativa a la maquinaria
del cuerpo. Nada más falso, añade Le Breton, que la ponderación objetiva de esta experiencia, como demuestran los experimentos de medición de los umbrales
de dolor. Para comprobar la intensidad del dolor de otro sería necesario convertirse en ese otro. No pertenece sólo a la terapéutica. Afirma Juan Pablo
II: "El sufrimiento humano es mucho más vasto, mucho más variado y pluridimensional. El hombre sufre de modos diversos, no siempre considerados por la
medicina, ni siquiera en sus más avanzadas ramificaciones. El sufrimiento es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez más profundamente
enraizado en la humanidad misma. Una cierta idea de este problema nos viene de la distinción entre sufrimiento físico y sufrimiento moral" el sufrimiento
respectivo, del cuerpo o del alma". El hombre que sufre aparece envuelto en un misterio intangible que debe provocar el respeto de los demás. Su padecimiento
siempre será incomunicable.

"Sufrir es sentir la precariedad de la propia condición personal, en estado puro, sin poder movilizar otras defensas que las técnicas o las morales" explica
Bretón. Y la Salvifici Doloris precisa aún más: ¿cuándo se sufre? Cada vez que la persona experimenta el mal de cualquier género que sea.

Como es lógico, esta respuesta mueve a la subsiguiente pregunta por la naturaleza del mal. El mal sería así una ausencia, falta o distorsión del bien."El
hombre sufre a causa de un bien del que él no participa, del cual es en cierto modo excluido o del que él mismo se ha privado. Sufre en particular cuando
debería tener parte -en circunstancias normales- en ese bien y no lo tiene"(SD, 7) Y podría añadirse, parece innegable que la intensidad del dolor varía
en razón al sentido que pueda encontrarse a esta experiencia. Los que sufren son y experimentan lo mismo: la necesidad de conceder un sentido a esa situación,
la necesidad del apoyo y comprensión de los que aún se mantienen sanos y felices. Encontrar el sentido del dolor es la cuestión urgente de todo aquel que
sufre. ¿Para qué el dolor? y ¿por qué yo? ¿por qué soy yo el que sufre? Esta pregunta (SD, 7) no sólo acompaña al sufrimiento sino que constituye, en ocasiones,
el núcleo de este sufrimiento.

3. ¿Para qué puede servir el dolor?

No existe en nuestro organismo ningún sentido especializado en la detección del dolor dado sufrimos en todo nuestro cuerpo, en nuestra psique, en nuestra
sensibilidad. Así pues, el dolor no es una función orgánica sino la consecuencia de la lesión de una función, aclara Le Breton. Queda ahora por examinar
si este fenómeno cumple alguna misión de utilidad en la subsistencia corporal, indagación que desemboca de nuevo en la frustración. En algunos casos el
dolor avisa del peligro o riesgo, o en otros de la enfermedad, pero no siempre ni de modo inmediato. Incluso en algunos enfermos (personas insensibles)
es silenciado por un desajuste entre lesión y sufrimiento, o padecen el dolor sin una causa patológica (hipocondríacos). Entonces ¿para qué puede servir
el dolor desde el punto de vista orgánico? ¿por qué existe entonces? Le Breton ofrece algunas propuestas.

En primer lugar, para algunas personas el sufrimiento supone un camino de "acceso al ser", un modo de "instalarse físicamente en el mundo". Es el caso de
los enfermos de hipocondría que configuran una identidad provisional al vivir su cuerpo como mundo primario, o de los "histéricos" para quien el dolor
físico es trasunto del dolor moral por el que esperaban haber logrado el amor y la compasión. La afectación del dolor al núcleo íntimo de la persona, su
violencia, su irracionalidad parecen exigir la comprensión y el afecto de los "otros", los que aparentemente no sufren.

Pero sucede que el sufrimiento amenaza nuestra identidad, y puede llegar a transformarnos en perfectos desconocidos para los demás, especialmente en los
casos de sufrimiento crónico. Quien sufre no puede incorporarse con espontaneidad a los placeres y alegrías de los demás; suele reconcentrarse en sí, prestando
una atención exclusiva al propio cuerpo cuya omnipresencia aniquila cualquier otro interés más allá de los síntomas: dolor agudo, ansiedad, extrañeza a
las costumbres habituales, temor al diagnóstico, etc. "El hombre sufriente ya no es el mismo, pero se le suele considerar a la luz de sus comportamientos
pasados. Se le reprocha ese cambio sin considerar circunstancias atenuantes" (190) Incluso se llega a poner en duda la intensidad de su sufrimiento o su
buena voluntad para cooperar al restablecimiento, situación que hace aún más intolerable el padecimiento del doliente. "La solidaridad inicial se transforma
en desconfianza, y a veces en rechazo" (191) Las opciones del doliente, aclara Le Breton, varían entre la ocultación del mal, el aislamiento, o el chantaje
afectivo con la mercancía del dolor. En este sentido convendría recordar la frase de René Lariche: "Sólo hay un dolor fácil de soportar, y es el dolor
de los demás".

Por esto, algunas personas generan la profusión de sufrimiento con el que pueden llegar a erguirse como subjetividad ante los otros. Sin él les sería imposible
existir, afirma Breton: "para colmar una deuda infinita de la infancia o de otra época, o mantener su lugar en el seno de un sistema relacional donde el
dolor es la moneda de cambio" (232). De este modo, "pagando el precio de la pena, la privación, la aprehensión", se "satisface en parte la defensa de sí
mismo, evita exponerse a una situación que le sería aún más amarga". Son estos los casos en que la enfermedad (real o imaginaria) es rentabilizada como
sucedáneo de la compasión y la necesidad de la socialización: "De manera implícita, en la palabra sufriente se expresa una demanda de amor, una llamada
a estrechar los vínculos afectivos" (176).

Aún más, "numerosas observaciones demuestran que la solicitud de la eutanasia nace de la renuncia vital de un enfermo cuyos últimos días carecen de significado,
privado del reconocimiento de los otros, enfrentado a la indiferencia y la reprobación del personal sanitario, sin que su dolor sea tenido en cuenta lo
bastante. Nada otorga valor a una existencia que el enfermo considera residual y hasta indigna. La compañía sin embargo, arrancando al individuo de la
soledad, desactiva el deseo de morir y restablece el valor de la existencia" La muerte es una experiencia dura pero humana que consuma el curso vital y
vincula de modo más estrecho a cuantos se ven afectados por ella. Así pues, la muerte ha de ser vivida con el mismo valor que el resto de la vida. Porque
"sólo el rostro de un allegado permite habitar con gusto las últimas horas de la vida manteniendo el valor del mundo" (pág. 40). En el alivio del miedo
que experimentan los enfermos participan de manera decisiva tanto los profesionales de la sanidad como los familiares de los enfermos. "El acompañamiento,
la escucha, la capacidad de contener la ansiedad, la acogida por los terapeutas o la familia de la palabra sufriente, ejercen un efecto de apaciguamiento
del dolor. En tal contexto, a veces, para aliviar al enfermo bastan dosis mínimas de antálgicos. por el contrario, el abandono, la soledad, atizan el fuego
de un dolor que traduce un intenso sufrimiento, un grito dirigido a los allegados o a los terapeutas, última señal de una voluntad de existir" (94).

Por esto mismo, tal vez sólo la fórmula religiosa sea capaz de otorgar un significado al dolor, especialmente si entendemos religión como vinculación, dependencia,
confianza en alguien que responde de nosotros. Desde esta perspectiva puede ser comprensible que la ofrenda del dolor, en muchos casos, alcance el significado
de una ofrenda de amor, de búsqueda de la socialidad, de anhelo de pertenencia a una comunidad, como en los ritos de iniciación de algunos grupos por los
que los jóvenes son incorporados hasta la dignidad y honor de sus mayores. Es decir, el dolor puede significar la decisión de una voluntad, de ofrecer
lo más valioso de sí, bien para integrarse en la comunidad de los que han experimentado lo mismo, bien para ofrendar por amor algo verdaderamente costoso.
Tanto en uno u otro caso son fruto de la libre aceptación de la persona.

Pero si el dolor puede obedecer a la libre ofrenda del amor, también puede utilizarse como instrumento de dominación del otro por la tortura, el suplicio
y la humillación, muchas veces más horribles que la amenaza de muerte. El dolor ha sido administrado como castigo, memoria de la sanción en los proyectos
educativos del pasado. En cualquiera de estos casos se manifiesta como poder, capacidad e imperio, ya que "El dominio sobre el cuerpo es el dominio sobre
el hombre, su condición, sus valores más queridos" (247). Esta es la explicación tal vez de los castigos ejemplares ejecutados por la justicia penal del
pasado (y del presente).

Sin embargo, aún ante el sufrimiento impuesto, que no puede evitarse, cabe transformar esta experiencia en un mecanismo constructivo. Recuerda Breton:"El
dolor es una punción de lo sacro, porque arranca al hombre de sí mismo y lo enfrenta a sus límites, pero se trata de una forma caprichosa, que hiere con
inaudita crueldad. Sin embargo, si permanece bajo el control moral o si es superado, ensancha la mirada del hombre, le recuerda el precio de la existencia,
el sabor del instante que pasa. Todo depende del significado que el hombre le confiera. Si suprime el gusto de vivir cuando golpea, opera el efecto contrario
en cuanto se aleja. Es una llamada al fervor de existir, un memento mori que devuelve al ser humano a lo esencial".

4. ¿Hacer frente al dolor?

Por lo que acabamos de decir, parece evidente que uno de lo modos de paliar el dolor, de aliviarlo es atribuirle un sentido, al vencer el miedo que nos
inspira. Para ello, es imprescindible poder nombrarlo. La práxis médica demuestra que no hay nada que atemorice más a los enfermos como el sufrimiento
que proviene de causas desconocidas. De ahí que el diagnóstico, en especial para los enfermos crónicos, facilite la asunción del dolor.

En segundo lugar, darle un significado. Comprender el sentido del dolor es comprender también el sentido de la vida. Pero este significado depende en cada
caso de la existencia individual que lo padece y de los arquetipos de la cultura. Es innegable que el dolor participa hasta cierto punto de una construcción
social. Breton se detiene en ejemplos elocuentes acerca de la exteriorización del dolor que se espera según las diferentes sociedades. "Aunque el umbral
de sensibilidad es semejante para el conjunto de las sociedades humanas, el umbral dolorífero en el cual reacciona el individuo, y la actitud que éste
adopta a partir de entonces están esencialmente vinculados con la trama social y cultural. Frente al dolor, entran en juego tanto la concepción del mundo
del individuo como sus valores religiosos o laicos y su itinerario personal" (137). De manera que "La relación íntima con el dolor no pone frente a frente
una cultura y su lesión, sino que sumerge en una situación dolorosa particular a un hombre cuya historia es única incluso si el conocimiento de su origen
de clase, su identidad cultural y confesión religiosa dan informaciones precisas acerca del estilo de lo ue experimenta y sus reacciones". Por eso, considera
un error la indiferencia de ciertos profesionales de la medicina hacia las circunstancias peculiares -orígenes sociales y culturales, etc.- del enfermo.
Probablemente no pueda compararse la reacción de un mutilado de guerra ante la pérdida de uno de sus órganos, con de un obrero que ha sufrido un accidente
laboral. Para el primero, perder un miembro es recibir el honor y salvar la vida. Para el segundo, significa la ruina, la violencia, el abandono.

El significado del dolor depende también de la visión y el significado que cada persona tenga de su cuerpo. Pero ¿cómo ve el individuo la imagen de su cuerpo?
La representación que cada persona se hace de su cuerpo depende simultáneamente de su historia personal y de la representación que el cuerpo haya alcanzado
en un contexto social y cultural según ha mostrado. Además "Un mismo individuo no tiene una relación constante con su dolor. Las circunstancias la hacen
variar como se ha visto: se distrae enfrascándose en una actividad absorbente, o lo olvida al ser súbitamente reclamado para una tarea imprevista o por
preocupaciones que reclaman toda su atención. El dolor se acentúa si no se piensa más que en él, si el individuo se deja disolver en su tormento. El significado
que se otorga al hecho doloroso, el estado de ánimo que reina en tal o cual momento, son las matrices que dan forma al sentimiento del dolor" (183)

En este sentido, Breton pide a los facultativos que traten a los pacientes desde un patrón teórico de lo que debería suceder. "No hay una objetividad del
dolor, sino una subjetividad que concierne a la entera existencia del ser humano, sobre todo a su relación con el inconsciente tal como se ha constituido
en el transcurso e la historia personal,las raíces sociales y culturales; una subjetividad también vinculada con la naturaleza de las relaciones entre
el dolorido y quienes lo rodean" (94-95) Por esta razón, lamenta que sea el significado médico el que se haya impuesto en nuestra sociedad occidental lo
que le mueve a solicitar una medicina en colaboración, que tome en cuenta la participación del enfermo en el diagnóstico de la enfermedad, "hacer del dolor
un simple dato biológico es insuficiente en la medida en que su humanización es la condición necesaria para que se presente a la consciencia, y porque
entre una realidad espacio temporal y otra, los hombres no sufren del mismo modo ni en el mismo momento" (138)

El control personal, mediante el recuerdo de los momentos propicios, el distanciamiento, el raciocinio, una especie de orientación estoica de la voluntad
es el principal remedio que la antropología puede ofrecer a la experiencia del dolor. "El estoico permanece inalterable ante las situaciones dolorosas
puesto que entre su persona y las inclemencias del mundo erige la omnipotencia de su decisión. Perder el control del acontecimiento es perderse a uno mismo,
ya que el acontecimiento es un pretexto para la voluntad personal... Nada concierne tanto al ser humano como su disposición interior, de la cual es único
amo señor" (96). "El dolor es sacralidad salvaje ¿Por qué sacralidad? Porque forzando al individuo a la prueba de la trascendencia, lo proyecta fuera de
sí mismo, le revela recursos en su interior cuya propia existencia ignoraba. Y salvaje, porque lo hace quebrando su identidad. No le deja elección, es
la prueba de fuego donde el riesgo de quemadura es grande. Es propio del hombre que el sufrimiento sea para él una desgracia donde se pierde por entero,
donde desaparece su dignidad, o, por el contrario, que sea una oportunidad en que se revele en él otra dimensión: la del hombre sufriente, o que ha sufrido,
pero que observa el mundo con claridad" (274). Esta actitud tiene que ver con la idea de una transformación del dolor en experiencia iniciática, tal como
lo describe en su diario la escritora Katherine Mansfield. Convertir el dolor en un desafío de la dignidad humana cuya victoria consiste en su aceptación.

Hay que someterse. No resistas, ¡acógelo! Haz de tu dolor una parte de tu vida. Todo aquello que aceptamos verdaderamente de la existencia sufre una transformación.
De ese modo, el sufrimiento tiene que convertirse en amor. Ahí está el misterio. Debo pasar del amor personal a uno mayor... ¡Ahora soy semejante a un
hombre a quien han arrancado el corazón,pero soporta! En el mundo espiritual como en el mundo físico, el dolor no dura eternamente... Si el sufrimiento
no es reparadora medicina, quiero volverlo tal(Le journal, p. 316-317)

La Salvifici Doloris aporta una visión similar: "En el sufrimiento está como contenida una particular llamada a la virtud que el hombre debe ejercitar por
su parte. Ésta es la virtud de la perseverancia al soportar lo que molesta y hace daño. Haciendo esto, el hombre hace brotar la esperanza, que mantiene
en él la convicción de que el sufrimiento no prevalecerá sobre él, no lo privará de su propia dignidad unida a la conciencia del sentido de la vida. Y
así, este sentido se manifiesta junto con la acción del amor de Dios, que es el don supremo del Espíritu Santo. A medida que participa de este amor; el
hombre se encuentra hasta el fondo en el sufrimiento: reencuentra el alma que le parecía haber perdido a causa del sufrimiento (SD, 23). De manera que
el sufrimiento tiene cierta capacidad creativa. Puede regenerar el bien de aquel que padece, del mismo modo que el sufrimiento de Cristo ha creado el bien
de la redención, esto es, de la liberación definitiva del mal: no ya sólo la muerte física sino la muerte eterna: "en el misterio de la Iglesia como cuerpo
suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. En la medida que el hombre se convierte en partícipe
de los sufrimientos de Cristo -en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia- en esa misma medida, a su manera completa aquel sufrimiento,
mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo" (SD, 24).

Según esto, el dolor no es un fin en sí mismo. Pero cabe hacer algo con el dolor, que de una manera u otra se manifiesta en nuestra vida. Del descubrimiento
de este carácter creador del bien, salvífico del mal en el propio ser y en los demás, deriva la capacidad no ya de no dejarse destrozar por él sino de
aceptarlo con alegría.

Finalmente, Le Breton realiza un interesante análisis acerca de lo que el dolor pueda significar en nuestra sociedad contemporánea, en absoluto familiarizada
con la idea de que la vida pueda aparejar dolor. Los avances en la investigación biomédica han erradicado el dolor y molestias de muchas enfermedades,
pero también han dado lugar a la cronicidad de muchos otros sufrimientos que, antiguamente, no hubieran tenido oportunidad de manifestarse. Baste pensar
la facilidad con que nos sometemos a la cirugía, y la relativa facilidad con que paliamos sus molestias gracias a los antálgicos. Sin embargo, hace menos
de cien años muchos dolores cotidianos resultaban irremediables, y las intervenciones quirúrgicas sólo se afrontaban en casos de vida o muerte. Es decir,
"el dolor estaba integrado en la economía de la vida". El umbral de tolerancia del dolor era relativamente alto dado que se aceptaba como algo inexorable
que afectaba o podía afectar a cualquiera en cualquier momento. Todavía en medios populares o menos favorecidos, por ejemplo, la legitimidad de la queja
llega cuando el dolor hace imposible el trabajo. Sucede esto porque para estos grupos humanos el sentido de la vida no lo justifica el bienestar sino la
ocupación en la tarea profesional, la esencia misma del existir personal y familiar (167).

Por el contrario, la vida que se lleva al abrigo de toda adversidad contribuye a volver penoso el más ínfimo tropiezo, a falta de una cultura del dolor
permanentemente reanimada por la relación con el mundo circundante (162) En nuestro días el dolor es un sinsentido absoluto, aún más inexplicable que el
de la muerte. Así se traduce la irrupción de lo "peor que la muerte" en una sociedad que ya no integra el sufrimiento ni la muerte como hipótesis de la
condición humana" (206). Parece razonable liberarse de las obligaciones impuestas por el dolor, aunque ello cueste la pérdida de la independencia", es
decir, de la autonomía y dignidad (I. Illich, Némesis médicale, Paris, Le Seuil, 1975, p. 150) Menos sentido se encuentra aún al padecimiento del dolor
que podría ser evitado.

Así pues, concluye Le Breton, despojar al dolor de todo significado supone dejar al ser humano sin recursos, hacerlo vulnerable. Aunque parezca al hombre
el acontecimiento más extraño, el más opuesto a su conciencia, aquel que junto a la muerte le parece el más irreductible, el dolor no es sino el signo
de su humanidad. Abolir la facultad de sufrir sería abolir su condición humana. La fantasía de una supresión radical del dolor gracias a los progresos
de la medicina es una imaginación de muerte, un sueño de omnipotencia que desemboca en la indiferencia de la vida (perder el dolor es también perder el
placer y el gusto de la vida y precipitarse en el hastío).

Pilar Vega Rodríguez
Universidad Complutense

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero15/a_dolor.html

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Espéculo. Revista de estudios literarios
(Universidad Complutense de Madrid) 2000